Si algo
terminó de convencer a los impulsores de Podemos de la necesidad de
lanzarse a la arena política fueron las movilizaciones del15-M. Esas movilizaciones
tuvieron dos características reveladoras. La primera es que no fueron
convocadas ni dirigidas por ninguna de las organizaciones que teóricamente
deberían haber sido capaces de hacerlo, fundamentalmente los sindicatos
tradicionales, es decir la Unión
General de Trabajadores o Comisiones Obreras, o la misma Izquierda
Unida. Unos meses antes, en septiembre de 2010, los sindicatos habían
convocado una huelga general contra la reforma laboral aprobada
ese mismo mes así como contra la intención del Gobierno de reformar el sistema
de pensiones, pero había sido un esfuerzo muy medido y más bien de resignación
ante lo inevitable que un intento con posibilidad de éxito de detener dichas
medidas.
El 15-M, que
comenzó con una acampada en la Puerta del Sol por parte de algunos de los
integrantes de Juventud sin Futuro, entroncaría con muchos de los movimientos
que estaban operando ya en la sociedad, como la Plataforma de
Afectados por la Hipoteca (PAH). Pero fue la adhesión espontánea de miles
de personas en los días y semanas posteriores, que desbordó a estos movimientos
sociales, lo que llamó la atención de los medios de comunicación
internacionales y llevó la Puerta del Sol a las portadas de periódicos como The New York Times (en parte por el
sugerente paralelismo con los procesos de cambio político en Túnez y Egipto,
que habían comenzado también de forma espontánea a comienzos de año y con la
propia extensión del fenómeno a Estados Unidos con el movimiento Occupy Wall Street). Y
aunque en muchos medios de comunicación, especialmente los situados en la
derecha, se intentaría desvirtuar el movimiento del 15-M como una revuelta
anarquizante de inspiración radical (tildando despectivamente a sus
participantes como de perroflautas), los promotores de Podemos eran muy conscientes, y así lo
contaron luego, de que el 15-M, pese a su éxito, contenía dos lecciones muy
poderosas: una, que “no hemos sido nosotros quienes lo hemos organizado” y,
dos, que sus integrantes “no son de izquierdas”.
Combinados, estos
dos elementos abrieron una reflexión que tendría un impacto muy profundo sobre
Podemos y sin la cual no se pueden entender ni sus premisas políticas ni sus
estrategias de campaña. El 15-M con su queja principal, expresada en el “No nos
representan”, y su demanda central, “Democracia real ya”, muestra varias cosas
a los futuros promotores de Podemos. En primer lugar, que las demandas de la
gente no son de izquierdas ni revolucionarias sino, en el fondo, relativamente
conservadoras y centristas. Al igual que, según las encuestas, la PAH había
logrado el apoyo del 90% de la gente a sus demandas, el 15-M también tenía la
simpatía de la práctica totalidad de la ciudadanía: un 81% de la población
decía que los indignados tenían razón, especialmente en cuanto a la necesidad
de regenerar la democracia, una demanda que suscitaba un apoyo del 71%,
mientras que sólo un 17% consideraba a los participantes en el 15-M como
integrantes de un movimiento radical antisistema al que hubiera que temer.
Detrás de los eslóganes del 15-M y las motivaciones subyacentes a los
participantes en dichas movilizaciones era posible adivinar que el eje de la
política estaba trasladándose desde la izquierda-derecha hacia un eje donde se
enfrentaba la ciudadanía contra la clase política. Para Carolina Bescansa, que
llevaba ya algún tiempo haciendo estudios cualitativos sobre esa cuestión para
elCentro de
Investigaciones Sociológicas (CIS), la calle confirmaba lo que ella veía en
los estudios desde hacía tiempo: la pérdida de significado de las categorías
tradicionales izquierda-derecha a la hora de predecir el comportamiento
político de los electores.
En segundo
lugar, el 15-M demostró que Izquierda Unida, que en
teoría debería haber sido capaz de conectar con las demandas y capitalizarlas,
había sido incapaz de hacerlo. El 15-M, dijo Pablo Iglesias, “no
reveló la fuerza de la izquierda, sino nuestra maldita debilidad”. Conscientes
de que el 15-M no era de izquierdas, sino que se había articulado de forma
transversal y contra el sistema de partidos vigente, dominado por dos grandes
partidos a los que se acusaba de haber perdido la conexión con la ciudadanía,
los fundadores de Podemos y sus grupos afines se sumaron con todo su entusiasmo
al proceso, intentando liderarlo y canalizarlo, pero nunca intentando
apropiárselo. Para Iglesias y Errejón, las lecciones
estaban claras: en España se había abierto la posibilidad de que, como había
ocurrido en América Latina, la debilidad de un régimen político abriera la posibilidad
de su derribo por parte de aquellos que supieran conectar adecuadamente con el
pueblo. El 15-M, dijo Errejón, que tenía la experiencia latinoamericana muy
presente pues había regresado a España desde Ecuador para leer su tesis justo
el 15 de mayo, “es expresión y precipitador de la quiebra de algunos
consensos”, algo que nos hizo ver “la posibilidad de una interpelación
populista”.
El 15-M
fraguó entre los futuros promotores de Podemos una hipótesis de cambio político
que partía del agotamiento del bipartidismo, la ambición de construir una
fuerza política que pudiera ganar unas elecciones generales y un método para
articular dicho cambio: intentar reconfigurar la contienda política como una
lucha de los muchos (la ciudadanía, el pueblo) contra los pocos (la élite, o la
casta), es decir, lo que Pablo Iglesias posteriormente definiría como el deseo
de “ocupar el centro del tablero político”. Esa hipótesis fue puesta a prueba
en las elecciones generales de noviembre de 2011, testigo del primer intento de
Pablo Iglesias e Íñigo Errejón de intentar hacer valer dentro de Izquierda
Unida sus argumentos sobre la posibilidad de un cambio político en España y de
reconfigurar los mensajes de campaña en un sentido que permitiera a IU salir
del estrecho terreno de juego disponible a la izquierda del PSOE.
Pero, para
desesperación de Iglesias y Errejón, los líderes de Izquierda Unida no sólo no
siguieron las directrices de campaña diseñadas por ellos sino que, en lugar de
lamentarse por la rotunda victoria del PP por mayoría absoluta en las
elecciones generales del 20 de noviembre de 2011 y extraer las oportunas
consecuencias, se dedicaron a celebrar el haber pasado de 2 diputados en 2008 a
11 en 2011 con el argumento de que suponían, como diría Cayo Lara, “una alegría en casa
del pobre”. A Pablo Iglesias, la alegría por haber pasado de 969.000 a
1.680.000 votos le parecía totalmente injustificada y prueba de lo fuera de la
realidad que estaba Izquierda Unida. ¿Dónde estaba el regocijo porque
coincidiendo con la peor crisis económica vivida en democracia y con un PSOE totalmente desarbolado
que había pasado del 43,8 al 28,7% de los votos, IU sólo consiguiera llegar al
6,92% de los sufragios?
Para
Iglesias y sus compañeros, Izquierda Unida había desaprovechado un momento
histórico, una ocasión única. Como el propio Pablo Iglesias lo definió tiempo
después, España estaba en lo que él denominaba como un “momento comunista”. ¿En
qué consistía? “Los comunistas”, dijo Iglesias, “nunca ganarán unas elecciones
en momentos de normalidad; sólo lo pueden hacer en momentos de
excepcionalidad”. “Al hacer caer las bases materiales sobre las que se
sostienen los conceptos dominantes, la crisis hace explotar los consensos
existentes”, explicó Iglesias. Y aclaró: “Para que un golpista como Chávez gane unas
elecciones tienen que haber saltado los consensos por detrás sobre los
significados básicos”. Pero los líderes del Partido Comunista, señaló Iglesias,
“se han convertido en régimen, gente que se conforma con la medalla de bronce”
y que ni siquiera se plantea ganar unas elecciones porque, en el fondo, “todo
lo que les preocupa es ser de izquierdas y auténticos, no ganar”. Y más
adelante apostilló: “Como le pasaba al viejo Carrillo, los comunistas
españoles se han vuelto conservadores”, para concluir afirmando que el poder no
se ganaba jugando al juego existente sino cambiando el juego por otro donde se
pudiera ganar.
“La
sensación que nos quedó a Pablo y a mí tras colaborar con Izquierda Unida en la
campaña de las generales de 2011”, confesó después Íñigo Errejón fue de
“insatisfacción, de que se podía ido mucho más allá si hubiéramos podido
traspasar los límites que marcaba el tipo de actor con el que estábamos
trabajando. Se nos quedó clavada la espina de que se podía haber ido mucho más
allá, pues había condiciones”. Y al final, “como la única forma de validar las
opiniones es probarlas, nos decidimos a hacerlo”.
José Ignacio
Torreblanca es Profesor de Ciencia Política en la UNED y Director de la
Oficina en Madrid del European Council on Foreign Relations (ECFR).
Artículo
publicado en El País (6 de abril de 2015).
No hay comentarios:
Publicar un comentario